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Julia Navarro

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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:03 am

Julia Navarro (n. Madrid, 1953), es una periodista y escritora española.

Ha trabajado como analista política de la Agencia OTR/Europa Press.

Como escritora, su carrera ha estabo basada principalmente en textos periodísticos e históricos como: 1982-1996, entre Felipe y Aznar, Nosotros, la transición, La izquierda que viene, Señora Presidenta y El nuevo socialismo: la visión de José Luis Rodríguez Zapatero. También ha realizado incursiones en la novela de ficción, con las obras La Hermandad de la Sábana Santa (2004), La Biblia de Barro (2005) y La Sangre de los Inocentes (2007).

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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:08 am

LA HERMANDAD DE LA SÁBANA SANTA


PLAZA & JANÉS
Formato: Tapa dura
Medidas: 160mm x 237mm
Año lanzamiento: 2004
Nº páginas: 528
ISBN: 84-01-33513-2

DEBOLSILLO
Formato: Tapa blanda y estuche
Medidas: 125mm x 190mm
Año lanzamiento: 2005
Nº páginas: 528
ISBN: 84-9793-527-6 (tapa blanda)
84-9793-843-7 (con estuche)


Julia Navarro 9788497938433


Sinopsis

Un incendio en la catedral de Turín, donde se venera la Sábana Santa, y la muerte en él de un hombre al que habían cortado la lengua, son los detonantes de una trepidante investigación policial del Departamento del Arte, capitaneado por el detective Marco Valoni. Junto a la perspicaz y atractiva historiadora Sofia Galloni y una periodista ávida de preguntas, el grupo de Valoni deberá resolver un enigma que arranca de los templarios y llega hasta la actualidad. Una trama que tiene como nexo de unión a una élite de hombres de negocios, cultos, refinados y muy poderosos. Los investigadores no cejarán en su empeño de demostrar que los sucesos de la catedral están conectados con la Sábana Santa y con las vicisitudes que ha vivido a lo largo de la historia, desde Jesucristo al antiguo imperio bizantino, la nueva Turquía, la Francia de Felipe el Hermoso, España, Portugal y Escocia.

Con la historia y la imaginación como elementos de partida, Julia Navarro ha construido una novela que deja al lector sin aliento, que abre las puertas a un fascinante viaje por el pasado, el presente y las insospechadas relaciones entre ambos. Una narración que sorprende en cada página, una deslumbrante novela de aventuras a la altura de las mejores del género.
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:12 am

1er Capítulo de LA HERMANDAD DE LA SÁBANA SANTA

Fuente: www.julianavarro.es

«Abgaro, rey de Edesa, saluda a Jesús, el buen Salvador que ha aparecido en Jerusalén.
Han llegado a mis oídos noticias referentes a ti y a las curaciones que realizas sin necesidad de medicinas ni de hierbas.
Y, según dicen, devuelves la vista a los ciegos, y la facultad de andar a los cojos; limpias a los leprosos, y expulsas espíritus inmundos y demonios; devuelves la salud a los que se encuentran aquejados de largas enfermedades, y resucitas a los muertos.
Al oír, pues, todo esto de ti he dado en pensar una de estas dos cosas: o que tú eres Dios en persona que has bajado del cielo y obras estas cosas, o bien que eres el Hijo de Dios y por eso realizas esos portentos.
Ésta es la causa que me ha impulsado a escribirte, rogándote al propio tiempo te tomes la molestia de venir hasta mí y curar la dolencia que me aqueja.
He oído decir, además, que los judíos murmuran de ti y que pretenden hacerte mal.
Sábete, pues, que mi ciudad es muy pequeña, pero noble, y nos basta para los dos.»

El rey descansó la pluma mientras clavaba la mirada en un hombre joven como él que inmóvil y respetuoso aguardaba en el otro extremo de la estancia.
—¿Estás seguro, Josar?
—Señor, creedme...
El hombre se acercó con paso rápido y se detuvo cerca de la mesa sobre la que escribía Abgaro.
—Te creo, Josar, te creo; eres el amigo más leal que tengo, lo eres desde que éramos niños. Nunca me has fallado, Josar, pero son tales los prodigios que cuentas de ese judío que temo que el deseo de ayudarme haya confundido tus sentidos...
—Señor, debéis creerme, porque sólo los que creen en el Judío se salvan. Mi rey, yo he visto cómo Jesús con sólo rozar con sus dedos los ojos apagados de un ciego recuperaba la vista; he visto cómo un pobre paralítico tocaba el borde de la túnica de Jesús y éste con una mirada dulcísima le instaba a andar y ante el asombro de todos aquel hombre se levantó y sus piernas le llevaban como las vuestras a vos. He visto, mi rey, cómo una pobre leprosa observaba al Nazareno oculta en las sombras de la calle mientras todos la huían y Jesús acercándose a ella decía: «Estás curada», y la mujer, incrédula, gritaba: «¡Estoy sanada! ¡Estoy sanada!». Porque verdaderamente su rostro volvía a ser humano y sus manos antes ocultas aparecían enteras...
»Y he visto con mis propios ojos el mayor de los prodigios cuando seguía yo a Jesús y a sus discípulos y nos tropezamos con el duelo de una familia que lloraba la muerte de un pariente. Entró Jesús en la casa y conminó al hombre muerto a que se levantase y Dios debería estar en la voz del Nazareno, porque te juro, mi rey, que aquel hombre abrió los ojos, se incorporó y él mismo se asombraba de estar vivo...
—Tienes razón, Josar, he de creer para sanar, quiero creer en ese Jesús de Nazaret, que verdaderamente es hijo de Dios si puede resucitar a los muertos. Pero ¿querrá sanar a un rey que se ha dejado apresar por la concupiscencia?
—Abgaro, Jesús no sólo cura los cuerpos, también sana las almas; asegura que, con el arrepentimiento y el deseo de llevar una vida digna sin volver a pecar, es suficiente para ser perdonado por Dios. Los pecadores encuentran consuelo en el Nazareno...
—Ojalá sea así... Yo mismo no puedo perdonarme mi lujuria hacia Ania. Esa mujer me ha enfermado el cuerpo y el alma...
—¿Cómo ibas a saber, señor, que estaba enferma, que el regalo del rey de Tiro era una trampa? ¿Cómo ibas a sospechar que llevaba la semilla de la enfermedad y te la contagiaría? Ania era la mujer más bella que hayamos visto jamás, cualquier hombre hubiese perdido la cabeza por tenerla...
—Pero yo soy rey, Josar, y no debí de perderla por muy bella que fuera la bailarina... Ahora ella pena por su hermosura, porque las huellas de la enfermedad van carcomiendo la blancura de su rostro, y yo, Josar, siento un sudor continuo que no me abandona y la vista se me nubla y temo sobre todo que la enfermedad pudra mi piel y...
Unos pasos sigilosos alertaron a los dos hombres. La mujer, de cuerpo ligero, rostro moreno y cabello negro, se acercaba esbozando una sonrisa.
Josar la admiraba. Sí, admiraba la perfección de sus facciones pequeñas y la sonrisa alegre que siempre tenía presta; admiraba también su fidelidad al rey, y que sus labios no hubieran esbozado ni un reproche al ser preterida por Ania, la bailarina del Cáucaso, la mujer que había contagiado a su marido la terrible enfermedad. Abgaro no se dejaba tocar por nadie pues temía contagiar a su vez a los demás. Cada vez se mostraba menos en público.
Pero no había podido resistirse ante la voluntad férrea de la reina, que insistía en cuidarle personalmente; y, no sólo eso, también le insuflaba ánimo en el alma para que creyera en el relato que Josar hacía acerca de las maravillas que obraba el Nazareno.
El rey la miró con tristeza.
—Eres tú... Hablaba con Josar del Nazareno. Le llevará una carta invitándole a venir, compartiré con él mi reino.
—Josar debería viajar con escolta para que nada pueda acaecer en el viaje y pueda traer con él al Nazareno...
—Viajaré con tres o cuatro hombres; será suficiente. Los romanos son desconfiados y no les gustaría ver llegar a un grupo de soldados. Tampoco a Jesús. Yo espero, señora, poder cumplir la misión y convencer a Jesús para que me acompañe. Llevaré, eso sí, caballos veloces, que puedan traeros las nuevas en cuanto llegue a Jerusalén.
—Terminaré la carta, Josar...
—Saldré al amanecer, mi rey.
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:15 am

LA BIBILIA DE BARRO


PLAZA & JANÉS
Formato: Tapa dura
Medidas: 155mm. x 237mm.
Año lanzamiento: 2005
Nº páginas: 768
ISBN: 84-01-33551-5

DEBOLSILLO
Formato: Tapa blanda
Medidas: 125mm. x 190mm
Año lanzamiento: 2006
Nº páginas: 768
ISBN: 8497938895

Julia Navarro 158

Sinopsis

En Roma, un hombre se confiesa: «Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre…». Al mismo tiempo Clara Tannenberg, una joven arqueóloga nieta de un poderoso hombre de oscuro pasado, anuncia en el transcurso de un congreso el descubrimiento de unas tablillas que, de ser auténticas, serían la prueba científica de la existencia del patriarca Abraham: se trata de la obra de un escriba que recogió el relato del profeta sobre la creación del mundo, la confusión de las lenguas en Babel y el Diluvio Universal. Una auténtica Biblia de Barro.Junto a un equipo de arqueólogos, poco antes del inicio de la última guerra del Golfo, Clara pondrá en marcha unas arriesgadas excavaciones que alientan a muchas personas a acabar con su vida y la de su abuelo: desde millonarios traficantes de arte hasta cuatro amigos que no desistirán hasta culminar una implacable venganza. Tras el espectacular éxito de La Hermandad de la Sábana Santa, Julia Navarro se consagra con esta electrizante novela en la que el lector viajará hasta los tiempos bíblicos pasando por la Europa de la Segunda Guerra Mundial, Egipto, Siria, Estados Unidos, Italia, Francia, España y el Irak de Sadam.
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:38 am

1er CAPÍTULO DE LA BIBLIA DE BARRO = 1ª parte

Fuente: www.julianavarro.es

Llovía sobre Roma cuando el taxi se detuvo en la plaza de San Pedro. Eran las diez de la mañana.
El hombre pagó la carrera y sin esperar el cambio, apretando bajo el brazo un periódico, se acercó con paso muy vivo hasta el primer control en el que rutinariamente se comprobaba si los visitantes entraban en la basílica correctamente vestidos.
Nada de pantalones cortos, minifaldas, tops o bermudas.
Ya en el interior del templo, el hombre ni siquiera se detuvo ante la Piedad de Miguel Ángel, la única obra de arte que entre las muchas que atesora el Vaticano lograba conmoverle.
Dudó unos segundos hasta orientarse y después se dirigió hacia los confesionarios, donde a esa hora sacerdotes de distintos países escuchaban en su lengua materna a fieles llegados de todas partes del mundo.
De pie, apoyado en una columna, aguardó impaciente a que otro hombre acabara su confesión. Cuando le vio levantarse, se dirigió hacia el confesionario. Un letrero informaba de que aquel sacerdote ejercía su ministerio en italiano. El sacerdote esbozó una sonrisa al contemplar la figura enjuta de aquel hombre enfundado en un traje de buen corte; tenía el cabello blanco cuidadosamente peinado hacia atrás y el ademán impaciente de quien está acostumbrado a mandar.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre. ¡Que Dios me perdone!
Tras decir estas palabras, el anciano se incorporó y, ante los ojos atónitos del sacerdote, se perdió veloz entre el enjambre de turistas que abarrotaban la basílica. Junto al confesionario, tirado en el suelo, dejó un periódico arrugado. El religioso tardó unos minutos en recuperarse. Otro hombre se había arrodillado y le preguntaba impaciente:
—Padre, padre…, ¿se encuentra bien?
—Sí, sí… no, no… perdone…
Salió del confesionario y recogió el periódico. Recorrió con la mirada la página en la que estaba abierto: concierto de Rostropovich en Milán; éxito de taquilla de una película sobre dinosaurios; congreso en Roma de arqueología con la participación de reputados profesores y arqueólogos: Clonay, Miller, Smidt, Arzaga, Polonoski, Tannenberg, apareciendo este último nombre rodeado por un círculo rojo…
Dobló el periódico y, con la mirada perdida, abandonó el lugar, dejando con la palabra en la boca a aquel hombre que seguía de rodillas esperando para confesar sus pecados y penas.
* * *
—Quiero hablar con la señora Barreda.
—¿De parte de quién?
—Soy el doctor Cipriani.
—Un momento, doctor.
El anciano se pasó una mano por el cabello y sintió un ataque de claustrofobia. Respiró hondo intentando tranquilizarse, mientras dejaba vagar la mirada por aquellos objetos que le habían acompañado en los últimos cuarenta años. Su despacho olía a cuero y a tabaco de pipa. Sobre su mesa reposaba un marco con dos fotos, la de sus padres y la de sus tres hijos.
Había colocado la de sus nietos sobre la repisa de la chimenea. Al fondo, un sofá y un par de sillones de oreja, una lámpara de pie con tulipa color crema; los estantes de caoba que recubrían las paredes y albergaban miles de libros, las alfombras persas… aquél era su despacho, estaba en su casa, tenía que tranquilizarse.
—¡Carlo!
—Mercedes, ¡le hemos encontrado!
—Carlo, ¿qué dices?…
La voz de la mujer delataba mucha tensión. Parecía desear y temer, con igual intensidad, la explicación que estaba a punto de escuchar.
—Entra en internet, busca en la prensa italiana, en cualquier periódico, en las páginas de cultura, ahí está.
—¿Estás seguro?
—Sí, Mercedes, estoy seguro.
—¿Por qué en las páginas de cultura?
—¿No recuerdas lo que se decía en el campo?
—Sí, claro, sí… Entonces él… Lo haremos. Dime que no te vas a echar atrás.
—No, no lo haré. Tú tampoco, ellos tampoco, les voy a llamar ahora. Tenemos que vernos.
—¿Queréis venir a Barcelona? Tengo sitio para todos…
—Da lo mismo dónde. Luego te llamo, ahora quiero hablar con Hans y con Bruno.
—Carlo, ¿de verdad es él? ¿Estás seguro? Debemos comprobarlo.
Ponle bajo vigilancia, no puede volver a perderse, no importa lo que cueste. Si quieres te mando ahora mismo una transferencia, contrata a los mejores, que no se pierda…
—Ya lo he hecho. No le perderemos, descuida. Te volveré a llamar.
—Carlo, me voy al aeropuerto, cojo el primer avión que salga para Roma, no me puedo quedar aquí…
—Mercedes, no te muevas hasta que te llame, no podemos cometer errores. No escapará, confía en mí.
Colgó el teléfono sintiendo la misma angustia que había notado en la mujer. Conociéndola, no descartaba que en dos horas le llamara desde Fiumicino. Mercedes era incapaz de quedarse quieta y esperar, y en aquel momento menos que nunca.
Marcó un número de teléfono de Bonn y esperó impaciente a que alguien respondiera.
—¿Quién es?
—¿El profesor Hausser, por favor?
—¿Quién le llama?
—Carlo Cipriani.
—¡Soy Berta! ¿Qué tal está usted?
—¡Ah, querida Berta, qué alegría escucharte! ¿Cómo están
tu marido y tus hijos?
—Muy bien, gracias, con ganas de volver a verle, no se olvidan de las vacaciones que pasamos hace tres años en su casa de la Toscana, nunca se lo agradeceré bastante, nos invitó en un momento en que Rudolf estaba al borde del agotamiento y…
—Vamos, vamos, no me des las gracias. Estoy deseando volver a veros, estáis siempre invitados. Berta, ¿está tu padre? La mujer percibió el apremio en la voz del amigo de su padre e interrumpió la charla no sin cierta preocupación.
—Sí, ahora se pone. ¿Está usted bien? ¿Pasa algo?
—No, querida, nada, sólo quería charlar un rato con él.
—Sí, ahora se pone. Hasta pronto, Carlo.
—¡Ciao, preciosa!
No pasaron más que unos breves segundos antes de que la voz fuerte y rotunda del profesor Hausser le llegara a través de la línea telefónica.
—Carlo…
—Hans, ¡está vivo!
Los dos hombres se quedaron en silencio, cada uno escuchando la respiración cargada de tensión del otro.
—¿Dónde está?
—Aquí, en Roma. Le he encontrado por casualidad, hojeando un periódico. Sé que no te gusta internet, pero entra y busca cualquier periódico italiano, en las páginas de cultura, allí le encontrarás. He contratado a una agencia de detectives para que le vigilen las veinticuatro horas y le sigan vaya a donde vaya si deja Roma. Nos tenemos que ver. Ya he hablado con Mercedes, ahora llamaré a Bruno.
—Iré a Roma.
—No sé si es buena idea que nos veamos aquí.
—¿Por qué no? Él está ahí y tenemos que hacerlo. Vamos a hacerlo.
—Sí. No hay nada en el mundo que pueda impedírnoslo.
—¿Lo haremos nosotros?
—Si no encontramos a alguien sí. Yo mismo. He pensado en ello durante toda mi vida, en cómo sería, qué sentiría… Estoy en paz con mi conciencia.
—Eso, amigo mío, lo sabremos cuando haya acabado todo.
Que Dios nos perdone, o que al menos nos comprenda.
—Espera, me llaman por el móvil… es Bruno. Cuelga, te volveré a llamar.
—¡Carlo!
—Bruno, te iba a llamar ahora…
—Me ha llamado Mercedes…, ¿es verdad?
—Sí.
—Salgo inmediatamente de Viena para Roma, ¿dónde nos vemos?
—Bruno, espera…
—No, no voy a esperar. Lo he hecho durante más de sesenta años y si él ha aparecido no voy a esperar ni un minuto más. Quiero participar, Carlo, quiero hacerlo…
—Lo haremos. De acuerdo, venid a Roma. Llamaré otra vez a Mercedes y a Hans.
—Mercedes se ha ido ya al aeropuerto, y mi avión sale de Viena dentro de una hora. Avisa a Hans.
—Os espero en casa.
Era mediodía. Pensó que aún le quedaba tiempo para pasar por la clínica y pedir a su secretaria que le anulara todas las citas de los próximos días. A la mayoría de sus pacientes ya les atendía su hijo mayor, Antonino, pero algunos viejos amigos insistían en que fuera él quien dijera la última palabra sobre su estado de salud. No se quejaba, porque eso le mantenía activo y le obligaba a seguir estudiando todos los días la misteriosa maquinaria del cuerpo humano. Aunque él sabía que lo que de verdad le mantenía vivo era el doloroso deseo de saldar una cuenta. Se había dicho a sí mismo que no podía morir hasta hacerlo, y esa mañana en el Vaticano, mientras se dirigía al confesionario, le iba dando gracias a Dios por haberle permitido vivir hasta aquel día.
Sintió un dolor agudo en el pecho. No, no era el aviso de un infarto: era angustia, sólo angustia y rabia contra ese Dios en el que no creía pero al que rezaba e increpaba, seguro de que no le oía. Se puso de peor humor al encontrarse de nuevo pensando en Dios. ¿Qué tenía él que ver con Dios? Nunca se había ocupado de él. Nunca. Le había abandonado cuando más le necesitaba, cuando creía inocentemente que bastaba con tener fe para salvarse, escapar del horror. ¡Qué estúpido había sido! Seguramente ahora pensaba en Dios porque a los setenta y cinco años uno sabe que está más cerca de la muerte que de la vida y en el centro del alma, ante el viaje inevitable hacia la eternidad, se encienden las alarmas del miedo.
Pagó el taxi, y esta vez sí que recogió el cambio. La clínica, situada en Parioli, un barrio tranquilo y elegante de Roma, era un edificio de cuatro pisos en el que trabajaban una veintena de especialistas, además de otros diez facultativos de medicina general. Era su obra, fruto de la voluntad y el esfuerzo. Su padre se habría sentido orgulloso de él, y su madre… notó que se le humedecían los ojos. Su madre le habría abrazado con fuerza, susurrándole que no había nada que él no pudiera alcanzar, que la voluntad lo puede todo, que…
—Buenos días, doctor.
La voz del portero de la clínica le devolvió a la realidad. Entró con paso firme, erguido, y se encaminó hacia su despacho, situado en la primera planta. Fue saludando a otros médicos y estrechando la mano de algún paciente que le paraba al reconocerlo. Sonrió al verla. Al fondo del pasillo se dibujaba la silueta esbelta de su hija. Lara escuchaba pacientemente a una mujer temblorosa que agarraba con fuerza la mano de una adolescente. Hizo un gesto de cariño a la jovencita y se despidió de la mujer. No le había visto y él no hizo nada para hacerse notar; más tarde se pasaría por su consulta.
Entró en la antesala de su despacho. Maria, su secretaria, levantó los ojos del ordenador.
—Doctor, ¡qué tarde viene hoy! Tiene un montón de llamadas pendientes, y además está a punto de llegar el señor Bersini; ya han terminado de hacerle todas las pruebas y, aunque le han dicho que tiene una salud de hierro, insiste en que le vea usted y…
—Maria, veré al señor Bersini en cuanto él llegue, pero después anule todas las citas. Durante unos días puede que no aparezca por la consulta; vienen de fuera viejos amigos y he de atenderles…
- Muy bien, doctor. ¿Hasta cuándo no debo de apuntarle nuevas citas?
—No lo sé, ya se lo diré; puede que una semana, como mucho dos… ¿Está mi hijo?
—Sí, y su hija también.
—Sí, ya la he visto. Maria, estoy esperando una llamada del presidente de Investigaciones y Seguros. Pásemela aunque esté con el señor Bersini, ¿entendido?
—Entendido, doctor, así lo haré. ¿Quiere que le ponga con su hijo?
—No, no, déjele, debe de estar en el quirófano; ya le llamaremos después.
Encontró los periódicos perfectamente ordenados encima de la mesa del despacho. Cogió uno de ellos y buscó en las páginas del final. El titular rezaba: «Roma: capital de la arqueología mundial». La noticia daba cuenta de un congreso sobre los orígenes de la humanidad auspiciado por la Unesco. Y allí, en la lista de asistentes, estaba el apellido del hombre al que llevaban más de medio siglo buscando.
¿Cómo era posible que de repente estuviera allí, en Roma?
¿Dónde había estado? ¿Acaso nadie tenía memoria? Le costaba entender que aquel hombre pudiera participar en un congreso mundial promovido por la Unesco.
Recibió a su antiguo paciente Sandro Bersini e hizo un esfuerzo indecible para escuchar sus achaques. Le aseguró que tenía una salud de hierro, lo que además era verdad, pero por primera vez en su vida no tuvo reparos en no mostrarse solícito y le invitó amablemente a marcharse con la excusa de que tenía otros pacientes esperándole.
El timbre del teléfono le sobresaltó. Instintivamente supo que la llamada era de Investigaciones y Seguros. El presidente de la agencia le explicó escuetamente el resultado de aquellas primeras horas de investigación. Tenía a seis de sus mejores hombres dentro de la sede del congreso.
La información que le transmitió sorprendió a Carlo Cipriani. Tenía que haber algún error, salvo que…
¡Claro! El hombre al que buscaban era mayor que ellos, y habría tenido hijos, nietos…
Sintió una punzada de decepción y de rabia; se sentía burlado.
Había llegado a creer que aquel monstruo había aparecido de nuevo y ahora se encontraba con que no era él. Pero algo en su interior le decía que estaban cerca, más de lo que habían estado nunca. De manera que pidió al presidente de Investigaciones y Seguros que no dejaran la vigilancia, daba lo mismo hasta dónde tuvieran que llegar y cuánto costara.
—Papá…
Antonino había entrado en el despacho sin que él se hubiera dado cuenta. Hizo un esfuerzo por recomponer el gesto porque sabía que su hijo le observaba preocupado.
—¿Qué tal va todo, hijo?
—Bien, como siempre. ¿En qué pensabas? Ni te has dado cuenta de que he entrado.
—Sigues con la misma mala costumbre que tenías de niño: no llamas a la puerta.
—¡Vamos, papá, no lo pagues conmigo!
—¿Qué estoy pagando contigo?
—Lo que sea que te contraría… Te conozco y sé que hoy
no te han salido las cosas como esperabas. ¿Qué ha sido?
—Te equivocas. Todo va bien. ¡Ah! Puede que durante unos días no venga a la clínica; ya sé que no hago falta, pero es para que lo sepas.
—¿Cómo que no haces falta? ¡Uy, cómo estás hoy! ¿Se puede saber por qué no vas a venir? ¿Vas a algún sitio?
—Viene Mercedes, y también Hans y Bruno.
Antonino torció el gesto. Sabía lo importantes que eran los amigos para su padre, aunque éstos le inquietaban. Parecían unos viejos inofensivos, pero no lo eran. Al menos a él siempre le habían infundido un sentimiento de temor.
—Deberías casarte con Mercedes —bromeó.
—¡No digas tonterías!
—Mamá murió hace quince años y con Mercedes pareces estar a gusto, ella también está sola.
—Basta, Antonino. Me voy, hijo…
—¿Has visto a Lara?
—Pasaré a verla antes de irme.
* * *
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:39 am

2ª Parte

A sus sesenta y cinco años, Mercedes Barreda aún conservaba mucho de la belleza que había sido. Alta, delgada, morena, de porte elegante y ademanes rotundos, imponía a los hombres.
Quizá por eso no se había casado nunca. Se decía a sí misma que jamás había encontrado un hombre a su medida.
Era propietaria de una constructora. Había hecho fortuna trabajando sin descanso y sin quejarse jamás. Sus empleados la consideraban una persona dura pero justa. Nunca había dejado a un obrero en la estacada. Pagaba lo que tenía que pagar, les tenía a todos asegurados, se preocupaba de respetar escrupulosamente sus derechos. La fama de dura seguramente le venía porque nadie la había visto reír, ni siquiera sonreír, pero tampoco la habían podido acusar nunca de tener un gesto autoritario ni de haber dicho una palabra más alta que otra. Sin embargo, había algo en ella que imponía a los demás.
Vestida con un traje de chaqueta color beis, y como única joya unos pendientes de perlas, Mercedes Barreda atravesaba con paso veloz los pasillos interminables de Fiumicino, el aeropuerto de Roma. Una voz anunciaba la llegada del vuelo de Viena en el que viajaba Bruno, de manera que podían ir juntos a casa de Carlo. Hans había llegado hacía una hora.
Mercedes y Bruno se fundieron en un abrazo. Hacía más de un año que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia
y se escribían por internet.
—¿Y tus hijos? —preguntó Mercedes.
—Sara ya es abuela. Mi nieta Elena ha tenido un niño.
—O sea, que eres bisabuelo. Bueno, no estás mal para ser un vejestorio. ¿Y tu hijo David?
—Un solterón empedernido, como tú.
—¿Y tu mujer?
—He dejado a Deborah protestando. Llevamos cincuenta años peleándonos por lo mismo. Ella quiere que olvide; no comprende que eso no podremos hacerlo jamás. No quería que viniera. Sabes, aunque no quiere reconocerlo tiene miedo, mucho miedo. Mercedes asintió. No culpaba a Deborah por sus temores, tampoco el que quisiera retener a su marido. Sentía simpatía por la esposa de Bruno. Era una buena mujer, amable y silenciosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Deborah en cambio no la correspondía con el mismo afecto. Cuando en alguna ocasión había visitado a Bruno en Viena, Deborah la había recibido como una buena anfitriona pero no podía ocultar el temor que le inspiraba «la Catalana», como sabía que la llamaba. En realidad era francesa. Su padre había huido de Barcelona cuando estaba a punto de terminar la Guerra Civil española.
Era anarquista, un hombre bueno y cariñoso. En Francia, como tantos otros españoles, cuando los nazis entraron en París se incorporó a la Resistencia; en ella conoció a la madre de Mercedes, que hacía de correo, y se enamoraron; su hija nació en el peor momento y en el peor lugar.
Bruno Müller acababa de cumplir setenta años. Tenía el cabello blanco como la nieve y la mirada azul. Cojeaba, por lo que se ayudaba de un bastón con el mango de plata. Había nacido en Viena. Era músico, un pianista extraordinario, como también lo había sido su padre. La suya era una familia que vivía por y para la música. Cuando cerraba los ojos, veía a su madre sonriendo mientras tocaba el piano a cuatro manos con su hermana mayor. Hacía tres años que se había retirado; hasta entonces Bruno Müller había sido considerado uno de los mejores pianistas del mundo. También su hijo David se había entregado en cuerpo y alma a la música; su vida era el violín, aquel delicado Guarneri del que jamás se separaba.
Media hora antes Hans Hausser había llegado a casa de Carlo Cipriani. A sus sesenta y siete años el profesor Hausser aún imponía por su altura. Medía más de uno noventa, y su extrema delgadez le hacía parecer un hombre frágil. No lo era. En los últimos cuarenta años había estado dando clases de Física en la Universidad de Bonn, teorizando sobre los misterios de la materia, escudriñando los secretos del Universo. Como Carlo, también él era viudo, y se dejaba cuidar por su única hija, Berta.
Los dos amigos degustaban una taza de café cuando el ama de llaves introdujo a Mercedes y Bruno en el despacho del doctor. No perdieron el tiempo en formalidades. Se habían reunido para matar a un hombre.
—Bien, os contaré cómo están las cosas —comenzó Carlo Cipriani—. Esta mañana me encontré en el periódico con el apellido Tannenberg. Antes de llamaros, para no perder tiempo, llamé a Investigaciones y Seguros. En el pasado también les encargué que buscaran el rastro de Tannenberg, no sé si os acordáis… Bien, el presidente, que ha sido paciente mío, me llamó hace unas horas para decirme que efectivamente hay un Tannenberg en el congreso de arqueólogos que se está celebrando en Roma, en el Palazzo Brancaccio. Pero no es nuestro hombre; se trata de una mujer que se llama Clara Tannenberg de nacionalidad iraquí. Tiene treinta y cinco años y está casada con un iraquí, un hombre bien relacionado con el régimen de Sadam Husein. Es arqueóloga. Ha estudiado en El Cairo y en Estados Unidos y, a pesar de su juventud, seguramente gracias a la influencia de su marido, que también es arqueólogo, dirige una de las pocas excavaciones que aún subsisten en Irak. El marido estudió en Francia e hizo el doctorado en Estados Unidos, donde vivió una larga temporada; allí se conocieron y se casaron antes de que los norteamericanos decidieran convertir a Sadam en el demonio. Éste es su primer viaje a Europa.
—¿Tiene algo que ver con él? —preguntó Mercedes.
—¿Con Tannenberg? —respondió Carlo—. Es una posibilidad, podría ser su hija. Y si es así espero que a través de ella lleguemos hasta él. Como vosotros, no creo que esté muerto, por más que en aquel cementerio hubiera una lápida con su nombre y el de sus padres.
—No, no está muerto —afirmó Mercedes—, yo sé que no está muerto. He sentido durante todos estos años que el monstruo vivía. Como dice Carlo, podría ser su hija.
—O su nieta —terció Hans—. Él debe de estar cerca de los noventa años.
—Carlo, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Bruno.
—Seguirla no importa donde vaya. Investigaciones y Seguros puede desplazar a algunos hombres a Irak, aunque nos costará una pequeña fortuna. Pero tengamos claro que si al final ese loco de George Bush invade Irak, tendremos que buscarnos otra compañía.
—¿Por qué? —El tono de Mercedes reflejaba impaciencia.
—Pues porque para ir a un país en guerra se necesita un tipo de hombres que sean algo más que investigadores privados.
—Tienes razón —convino Hans—. Además, tenemos que tomar una decisión. ¿Qué pasa si le encuentran, si realmente esta Clara Tannenberg tiene algo que ver con él? Yo os lo diré: necesitamos a un profesional… alguien a quien no le importe matar. Si él vive aún, debe morir, y si no…
—Y si no que mueran sus hijos, sus nietos, cualquiera que lleve su sangre.
La voz de Mercedes sonó repleta de rabia. No estaba dispuesta a ceder al más leve sentimiento de piedad.
—Estoy de acuerdo —asintió Hans—, ¿y tú, Bruno?
El concertista de piano más admirado del último tercio del siglo xx no dudo en responder con otro sí.
—Bien. ¿Sabemos de alguna compañía de esas que cuentan con mercenarios para este tipo de encargos? —preguntó Mercedes dirigiéndose a Carlo.
—Mañana me darán dos o tres nombres. Mi amigo, el presidente de Investigaciones y Seguros, asegura que hay un par de compañías británicas que contratan a ex miembros del SAS, y a otros hombres de fuerzas especiales de ejércitos de medio mundo. También hay una compañía norteamericana, una multinacional de seguridad, bueno lo de la seguridad es un eufemismo.
Disponen de soldados privados para enviar a cualquier lugar y luchar por cualquier causa bien remunerada, creo que se llama Global Group. Mañana decidiremos.
—Bien, pero ¿tenemos todos claro que los Tannenberg deben morir, no importa que sean mujeres, incluso niños…?
—volvió a inquirir Hans.
—No insistas —terció Mercedes—, llevamos toda la vida preparándonos para este momento. No me importaría matarlos personalmente.
La creyeron. Ellos también sentían el mismo odio. Un odio que había crecido con una violencia irrefrenable cuando los cuatro vivían en el infierno.
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:41 am

3ª Parte

* * *
—Tiene la palabra la señora Tannenberg.
El director de la ponencia sobre la «Cultura en Mesopotamia » dejó libre el estrado a la mujer menuda y decidida que, apretando unos cuantos folios contra su pecho, se dispuso a tomar la palabra.
Clara Tannenberg estaba nerviosa. Sabía cuánto se jugaba en aquel momento. Con los ojos buscó entre el público a su marido, que le sonreía para darle ánimos. Durante unos instantes se desconcentró pensando en lo guapo que era Ahmed. Alto, delgado, con el cabello negro como la noche y los ojos de un negro más intenso aún. Era mayor que ella, le llevaba quince años, pero compartían una misma pasión: la arqueología.
—Señoras y señores, hoy es un día muy especial para mí. He venido a Roma a pedirles ayuda, a suplicarles que alcen la voz para evitar la catástrofe que se puede cernir sobre Irak.
Un rumor se extendió por la sala. Los allí presentes no estaban dispuestos a escuchar un mitin de una arqueóloga desconocida cuyo principal mérito parecía ser el estar casada con un miembro del clan de Husein que casualmente era el director del departamento de Excavaciones. En el rostro de Ralph Barry, director de la ponencia sobre Mesopotamia, se dibujó un gesto de fastidio. Sus temores parecían confirmarse; sabía que la presencia de Clara Tannenberg y de su marido Ahmed Huseini traería problemas. Había intentado impedirlo por todos los medios, que eran muchos habida cuenta que trabajaba para un hombre poderoso, el presidente ejecutivo de la fundación Mundo Antiguo, que corría con buena parte de los gastos del congreso. En Estados Unidos nadie que se dedicara a la arqueología llevaba la contraria a su jefe, Robert Brown. Pero se hallaban en Roma, donde su influencia era más limitada. Robert Brown era un gurú del mundo del arte. Había surtido de objetos únicos a museos de todo el mundo. La colección de tablillas mesopotámicas, que exponía en varias salas de la fundación, estaba considerara como la mejor del mundo. Brown había hecho del arte su vida y su gran negocio. Una noche a finales de los años cincuenta, cuando contaba con apenas treinta años e intentaba abrirse camino como marchante en Nueva York, conoció a alguien en una fiesta en casa de un pintor de vanguardia donde había gente de todas clases. A la mañana siguiente, aquel hombre le hizo una proposición que le cambió la vida, pues reorientó su profesión y le ayudó a poner en marcha un negocio más lucrativo: convencer a importantes compañías multinacionales de que aportaran fondos a una fundación privada para financiar excavaciones e investigaciones en todo el mundo. De esa manera las multinacionales lograban un doble objetivo: desgravaban impuestos y adquirían cierta respetabilidad ante los siempre recelosos ciudadanos. Guiado por su Mentor, un hombre tan rico como poderoso e influyente en Washington, puso en marcha la fundación Mundo Antiguo. Se constituyó un patronato del que formaban parte banqueros y hombres de negocios, que a la postre eran los que ponían el dinero; se reunía un par de veces al año con ellos, primero para que aprobaran el presupuesto y después para rendir cuentas del mismo. Precisamente a finales de ese mes de septiembre tenían una reunión. Robert Brown hizo de Ralph Barry su mano derecha. Barry tenía lustre en el mundo académico. Era un reputado profesor. En cuanto a su Mentor, George Wagner, el hombre que le había situado en la cumbre, le guardaba una fidelidad perruna y ocultaba celosamente el secreto de su nombre; durante todos estos años había ejecutado sus órdenes sin rechistar, había hecho lo que jamás pensó que haría, era una marioneta en sus manos. Pero se sentía feliz de serlo.
Todo cuanto era, todo lo que tenía, se lo debía. Brown había dado instrucciones precisas a Ralph Barry, director del departamento de Mesopotamia de la fundación Mundo Antiguo y ex profesor de Harvard: debía impedir que Clara Tannenberg y su marido participaran en el congreso y, de no poder hacerlo, al menos tenía que evitar que hablara.
A Barry le habían extrañado las instrucciones de Brown porque sabía que su jefe conocía a la pareja, pero ni por un momento se le pasó por la cabeza desobedecer sus órdenes.
Clara era consciente de la animadversión del auditorio. Enrojeció de rabia. El «tío» Robert pagaba aquel congreso, y ella entraba en el paquete. Tragó saliva antes de continuar.
—Señores, no vengo a hablar de política sino de arte. Vengo a pedir que salvemos el legado artístico de Mesopotamia. Allí comenzó la historia de la humanidad y, si hay guerra, puede desaparecer. También vengo a pedirles otro tipo de ayuda. No se trata de dinero. Nadie le rió el chiste, y Clara se sintió peor, pero estaba decidida a continuar por más que sintiera en la piel la intensa irritación del auditorio.
—Hace muchos años, más de medio siglo, mi abuelo, que formaba parte de una misión arqueológica cerca de Jaran, encontró un pozo recubierto con restos de tablillas. Ustedes saben que eso era común. Aun hoy encontramos tablillas que fueron utilizadas por los campesinos para construir sus casas.
»Las tablillas con que se había recubierto el pozo consignaban la superficie de determinados campos y el volumen de cereales de la última cosecha. Había cientos de tablillas, pero dos de ellas parecían no pertenecer al mismo grupo que las otras, no sólo por el contenido sino por los trazos con que habían sido escritas, como si el redactor de las mismas, al hacer las incisiones en el barro, aún no manejara con suficiente destreza la caña.
La voz de Clara adquirió un tinte de emoción. Estaba a punto de desvelar la razón de su vida, aquello en lo que no había dejado de soñar desde que tuviera uso de razón, por lo que se había hecho arqueóloga, que era más importante para ella que nada y que nadie, incluso que Ahmed.
—Durante más de sesenta años —prosiguió— mi abuelo ha guardado esas dos tablillas en las que alguien, seguramente un aprendiz de escriba, cuenta que su pariente Abraham* le iba a contar cómo se había formado el mundo y otras historias fantásticas sobre un Dios que todo lo puede y que todo lo ve, y que en una ocasión, enfadado con los hombres, inundó la tierra. ¿Se dan cuenta de lo que esto significa?
»Todos sabemos de la importancia que para la arqueología y la historia, pero también para la religión, tuvo el descubrimiento de los poemas acadios de la Creación, el Enuma Elish, el relato de Enki y Ninhursag o del Diluvio en el Poema de Gilgamesh. Pues bien, según esas tablillas que encontró mi abuelo, el patriarca Abraham añadió su propia visión de la creación del mundo, influida sin duda por los poemas babilónicos y acadios sobre el paraíso y la creación.
»Hoy también sabemos, porque la arqueología así lo ha demostrado, que la Biblia se escribió en el siglo vii antes de Cristo, en un momento en el que los gobernantes y sacerdotes israelitas tenían necesidad de fundamentar la unidad del pueblo de Israel, para lo que necesitaban una historia común, una " En la Biblia, al patriarca Abraham se le llama «Abrán», y a su esposa «Saray». Sus nombres cambian a los de Abraham y Sara cuando Dios le promete que tendrá descendencia. Abrán y Abraham son dos formas dialectales del mismo nombre; Abraham se explica por la asonancia con Ab Hamôn: «padre de multitud». epopeya nacional, un documento que sirviera para sus propios fines políticos y religiosos.
»En su empeño por contrastar lo que se describe en la Biblia, la arqueología ha descubierto verdades y mentiras. Aun hoy es difícil separar la leyenda de la historia porque están entremezcladas. Pero lo que parece claro es que los relatos son recuerdos de un pasado, historias antiguas que aquellos pastores que emigraron de Ur a Jaran llevaron posteriormente hasta Canaán…
Clara guardó silencio esperando la reacción de sus colegas, que la escuchaban en silencio: unos con desgana, otros con cierto interés.
—… Jaran… Abraham…, en la Biblia encontramos una genealogía minuciosa de los «primeros hombres», desde Adán; ese recorrido llega a los patriarcas posdiluvianos, a los hijos de Sem de los que uno de sus descendientes, Téraj, engendró a Najor, a Haran y a Abrán, que más tarde transformó su nombre en Abraham, padre de todas las naciones.
»Salvo el relato minucioso de la Biblia en que Dios le ordena a Abraham dejar su tierra y su casa, para dirigirse a Canaán, no se ha podido demostrar que hubiera habido una primera emigración de semitas desde Ur a Jaran antes de llegar a su destino, fijado por Dios, en la tierra en Canaán. Y el encuentro entre Dios y Abraham tuvo que producirse en Jaran, donde mantienen algunos biblistas que el primer patriarca habría vivido hasta la muerte de su padre, Téraj.
»Seguramente, cuando Téraj se desplazó a Jaran, lo hizo no sólo con sus hijos Abraham y la esposa de éste, Sara, y Najor y su mujer Milca. También les acompañó Lot, el hijo de su hijo Haran, muerto en la juventud. Sabemos que entonces las familias formaban tribus que se desplazaban de un lugar a otro con sus rebaños y enseres, y que se asentaban periódicamente en lugares donde cultivaban un pedazo de tierra para cubrir sus necesidades de subsistencia. De manera que Téraj, al dejar Ur para asentarse en Jaran, lo hizo acompañado por otros familiares, parientes en grado más o menos próximo. Pensamos… mi abuelo, mi padre, mi marido Ahmed Huseini y yo pensamos que un miembro de la familia de Téraj, seguramente un aprendiz de escriba, pudo tener una relación estrecha con Abraham y que éste le explicó sus ideas sobre la creación del mundo, su concepción de ese Dios único y quién sabe cuántas cosas más. Durante años hemos buscado en la región de Jaran otras tablillas del mismo autor. El resultado ha sido nulo. Mi abuelo ha dedicado su vida a investigar cien kilómetros a la redonda de Jaran y no ha encontrado nada. Bueno, el trabajo no ha sido estéril: en el museo de Bagdad, en el de Jaran y en el de Ur y en tantos otros hay cientos de tablillas y objetos que mi familia ha ido desenterrando, pero no encontrábamos esas otras tablillas con los relatos de Abraham que…
Con gesto malhumorado, un hombre levantó la mano y la agitó, lo que desconcentró a Clara Tannenberg.
—Sí…, ¿quiere decir algo?
—Señora, ¿está usted afirmando que Abraham, el patriarca Abraham, el Abraham de la Biblia, el padre de nuestra civilización, le contó a no sé quién su idea de Dios y del mundo, y este no sé quién lo escribió, como si de un periodista cualquiera se tratara, y que su abuelo, que por cierto ninguno de nosotros tenemos el gusto de conocer, ha encontrado esa prueba y se la ha guardado durante más de medio siglo?
—Pues sí, eso es lo que estoy diciendo.
—¡Ah! Y dígame, ¿por qué no informaron de nada hasta ahora? Por cierto, ¿sería tan amable de explicarnos quién es su abuelo y su padre? De su marido ya sabemos algo. Aquí nos conocemos todos y siento decirle que para nosotros usted es una ilustre desconocida a la que, por su intervención, calificaría de infantil y fantasiosa. ¿Dónde están esas tablillas de las que habla? ¿A qué pruebas científicas las ha sometido para garantizar su autenticidad y datar la época a la que dice pertenecen?
Señora, a los congresos se viene con trabajos solventes, no con historias de familia, de familia de aficionados a la arqueología.
Un murmullo recorrió toda la sala mientras Clara Tannenberg, roja de ira, no sabía qué hacer: si salir corriendo o insultar a aquel hombre que la estaba ridiculizando y ofendiendo a su familia. Respiró hondo para darse tiempo, y vio cómo Ahmed se ponía en pie mirándola furioso.
—Querido profesor Guilles…, sé que ha tenido miles de alumnos en su larga vida como docente en la Sorbona. Yo fui uno de ellos; por cierto, a lo largo de la carrera usted me dio siempre matrícula de honor. En realidad, obtuve matrícula de honor en todas las asignaturas, no sólo en la suya, y creo recordar que en la Sorbona se hizo una mención especial a «mi caso», porque, insisto, durante cinco años la nota de todas las asignaturas era matrícula de honor y me licencié con sobresaliente cum laude. Después, profesor, tuve el privilegio de acompañarle en sus excavaciones en Siria, también en Irak.
¿Recuerda los leones alados que encontramos cerca de Nippur en un templo dedicado a Nabu? Lástima que las figuras no estuvieran intactas, pero al menos tuvimos suerte al dar con una colección de sellos cilíndricos de Asurbanipal… Sé que no tengo ni sus conocimientos ni su reputación, pero llevo años dirigiendo el departamento de Excavaciones Arqueológicas de Irak, aunque hoy es un departamento muerto; estamos en guerra, una guerra no declarada, pero guerra. Llevamos diez años sufriendo un cruel bloqueo y el programa de petróleo por alimentos apenas nos da para subsistir como pueblo. Los niños iraquíes se mueren porque en los hospitales no hay medicinas y porque sus madres no alcanzan a poder comprarles comida, de manera que poco dinero podemos dedicar a excavar en busca de nuestro pasado, en realidad del pasado de la civilización. Todas las misiones arqueológicas han abandonado su trabajo en espera de tiempos mejores.
»En cuanto a mi esposa, Clara Tannenberg, lleva años siendo mi ayudante; excavamos juntos. Su abuelo y su padre han sido hombres apasionados por el pasado que en su momento ayudaron a financiar algunas misiones arqueológicas…
—¡Ladrones de tumbas! —clamó alguien del público.
Aquella voz y el estruendo de la risa nerviosa de algunos asistentes se le clavaron como cuchillos a Clara Tannenberg. Pero Ahmed Huseini no se inmutó y continuó hablando como si no hubiera escuchado nada ofensivo.
—Pues bien, estamos seguros de que el autor de esas dos tablillas que guardó el abuelo de Clara llegó a trasladar a ellas los relatos que asegura le contó Abraham. Efectivamente, podemos estar hablando de un descubrimiento transcendental en la historia de la arqueología, pero también de la religión y de la tradición biblista. Creo que deberían permitir que la doctora Tannenberg continuara. Clara, por favor…
Clara observó agradecida a su marido, respiró hondo y, temerosa, se dispuso a continuar. Si algún otro vejestorio la interrumpía y trataba de humillarla gritaría y le insultaría, no se iba a dejar pisotear. Su abuelo se sentiría decepcionado si hubiese visto la escena que estaban viviendo. Él no quería que pidiera ayuda a la comunidad internacional. «Son todos unos arrogantes hijos de puta que se creen que saben algo.» Su padre tampoco le hubiese permitido venir a Roma, pero su padre estaba muerto y su abuelo…
—Durante años nos concentramos en Jaran buscando restos de esas otras tablillas que estamos seguros de que existen.
No encontramos ni rastro. Precisamente en la parte superior de las dos que encontró mi abuelo aparecía el nombre de Shamas.
En algunos casos los escribas solían poner su nombre en la parte superior de la tablilla, así como el del supervisor de la misma. En el caso de estas dos tablillas sólo aparecía el de Shamas.
¿Quién es Shamas, se preguntarán?
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:41 am

4ª Parte

»Desde que Estados Unidos declaró a Irak su peor enemigo, han sido frecuentes las incursiones aéreas.
»Recordarán que hace un par de meses unos aviones norteamericanos que sobrevolaban Irak dijeron ser atacados por misiles desde tierra, a lo que respondieron soltando una carga de bombas. Pues bien, en la zona bombardeada, entre Basora y la antigua Ur, en una aldea llamada Safran, quedaron al descubierto los restos de una edificación y una muralla cuyo perímetro calculamos en más de quinientos metros.
»Dada la situación de Irak, no ha sido posible prestar la atención merecida a esa edificación, por más que mi esposo y yo, junto con un pequeño contingente de obreros, comenzamos a excavar con más voluntad que medios. Creemos que el edificio pudo ser el almacén de una casa de las tablillas u otro anexo de un templo. No lo sabemos a ciencia cierta. Hemos encontrado restos de tablillas y la sorpresa fue que entre estos restos encontramos una con el nombre de Shamas. ¿Es el mismo Shamas relacionado con Abraham?
»No lo sabemos, pero pudiera ser que sí. Abrán emprendió el viaje a Canaán con la tribu de su padre. Existe la creencia de que el patriarca se quedó en Jaran hasta que su padre murió, que entonces fue cuando inició el viaje a la Tierra Prometida.
¿Shamas formaba parte de la tribu de Abraham? ¿Le acompañó a Canaán?
»Quiero pedirles que nos ayuden, nuestro sueño sería que se creara una misión arqueológica internacional. Si encontráramos esas tablillas… Durante años me he preguntado en qué momento Abraham dejó de ser politeísta, como sus contemporáneos, y pasó a creer en un solo Dios.
El profesor Guilles volvió a levantar la mano. El viejo profesor de la Sorbona, uno de más reputados especialistas mundiales sobre la cultura mesopotámica, parecía dispuesto a amargarle el día a Clara Tannenberg.
—Señora, insisto en que nos muestre las tablillas de las que habla. De lo contrario, permítanos debatir a los que estamos aquí y tenemos algo que aportar.
Clara Tannenberg no aguantó más. Un rayo de ira atravesó sus ojos azules.
—¿Qué le pasa, profesor? ¿No soporta que alguien que no sea usted pueda saber algo sobre Mesopotamia e incluso hacer un descubrimiento? ¿Tanto sufre su ego…?
Guilles se levantó con parsimonia y se dirigió al auditorio:
—Regresaré a la ponencia cuando se vuelva a hablar de cosas serias.
Ralph Barry se creyó obligado a intervenir. Carraspeó y se dirigió a la veintena de arqueólogos que asistían malhumorados a la escena protagonizada por aquella desconocida colega.
—Siento lo que está pasando. No entiendo por qué no somos un poco más humildes y escuchamos lo que nos cuenta la doctora Tannenberg. Es arqueóloga como nosotros, ¿por qué tantos prejuicios? Está exponiendo una teoría; escuchémosla y luego opinemos, pero descalificarla a priori no me parece muy científico.
La profesora Renh, de la Universidad de Oxford, una mujer de mediana edad con el rostro curtido por el sol, levantó la mano solicitando hablar.
—Ralph, aquí nos conocemos todos… La señora Tannenberg se ha presentado contando algo sobre unas tablillas que no ha mostrado, ni siquiera en fotografía. Ha hecho un alegato, al igual que su marido, sobre la situación política de Irak, que yo personalmente lamento, y ha expuesto una teoría sobre Abraham que francamente parece más fruto de la fantasía que de un trabajo científico.
»Pero estamos en un congreso y mientras en otras salas nuestros colegas de otras especialidades están presentando trabajos
y conclusiones, nosotros… nosotros, tengo la impresión de que estamos perdiendo el tiempo.
»Lo siento, pienso como el profesor Guilles. Me gustaría que nos pusiéramos a trabajar.
—¡Eso es lo que estamos haciendo! —gritó indignada Clara.
Ahmed se levantó y mientras se ajustaba la corbata se dirigió a los presentes sin mirar a nadie en particular.
—Les recuerdo que los grandes descubrimientos arqueológicos vinieron de la mano de hombres que supieron escuchar y buscar entre las brasas de las leyendas. Pero ustedes no quieren ni siquiera considerar lo que les estamos exponiendo. Esperan. Sí, esperan a ver qué pasa, el momento en que Bush ataque Irak. Ustedes son ilustres profesores y arqueólogos de los países «civilizados», de manera que porque tengan más o menos simpatía por Bush tampoco se van a jugar el pellejo defendiendo
un proyecto arqueológico que suponga acudir a Irak. Puedo entenderlo, pero lo que no comprendo es por qué esa actitud cerrada que les impide siquiera escuchar e intentar averiguar si algo de lo que les decimos es o puede ser verdad.
La profesora Renh volvió a alzar la mano.
—Profesor Huseini, insisto en que nos presente alguna prueba de lo que dice. Deje de juzgarnos y sobre todo deje de darnos un mitin. Somos mayores y estamos aquí para discutir de arqueología, no de política. No haga trampas presentándose como una víctima. Exponga alguna evidencia de lo que plantean. Clara Tannenberg se levantó y comenzó a hablar sin dar tiempo a Ahmed a que replicara a la mujer.
—No tenemos las tablillas aquí. Ustedes saben que, dada la situación de Irak, no nos las dejarían sacar. Disponemos de unas fotos, no son de buena calidad pero al menos pueden comprobar que las tablillas existen. Estamos pidiéndoles ayuda, ayuda para excavar. No disponemos de medios suficientes para hacerlo. En el Irak de hoy la arqueología es la última preocupación de todos, bastante tenemos con subsistir.
Un silencio espeso acompañó esta vez sus palabras. Después los asistentes se levantaron y abandonaron la sala.
Ralph Barry se acercó a Ahmed y a Clara con gesto en apariencia compungido.
—Lo siento, he hecho lo que he podido, pero ya les dije que éste no me parecía el mejor momento para que ustedes intervinieran en el congreso.
—Usted ha hecho lo inimaginable para que no pudiéramos hacerlo —le respondió Clara con tono desafiante.
—Señora Tannenberg, la coyuntura internacional nos afecta a todos. Usted sabe que en el mundo de la arqueología siempre procuramos mantenernos separados de la política. De lo contrario sería impensable que hubiera misiones arqueológicas en determinados países. Ahmed, sabes que es imposible que ahora encontréis ayuda. Dada la situación política, a la fundación no le es factible considerar una excavación en Irak.
El presidente sería reprobado por ello y el consejo de administración de la fundación no lo permitiría. Les he explicado que, dadas las circunstancias, lo mejor era que su presencia en el congreso fuera discreta, pero se han empeñado en lo contrario. En fin, esperemos que lo que ha pasado esta tarde no termine convirtiéndose en un escándalo…
—No somos políticamente correctos y parece que contaminamos
—le espetó furiosa Clara.
—¡Por favor! Le he expuesto sinceramente las circunstancias; ustedes las conocen igual que yo. Aun así, no pierdan la esperanza. He observado que el profesor Yves Picot les escuchaba con atención, es un hombre peculiar, pero también es una autoridad en la materia.
Ralph Barry se arrepintió de haberles hablado de Picot. Pero era cierto. El excéntrico profesor había escuchado a Clara con interés. Aunque con los antecedentes de Picot el interés podía ser no sólo académico.
Llegaron al hotel exhaustos. Incómodos consigo mismos y entre ellos. Clara sabía que se avecinaba una tormenta. Ahmed la había defendido, sí, pero estaba segura de que se sentía disgustado por su forma de plantear las cosas. Le había pedido encarecidamente que no mencionara a su abuelo ni a su padre, que circunscribiera el descubrimiento a la actualidad; dada la situación de Irak, nadie acudiría a comprobar lo que habían dicho. Pero ella había querido rendir un homenaje a su abuelo y a su padre, a los que adoraba y de quienes había aprendido cuanto sabía. No decir que su abuelo era el descubridor de las tablillas habría sido como robarle.
Entraron en la habitación en el momento en que la camarera acababa de arreglarla. Siguieron sin decir palabra esperando a que la camarera saliera.
Ahmed buscó un vaso en la nevera y se sirvió un whisky con hielo. No le ofreció nada, de manera que ella misma se sirvió un Campari. Se sentó aguardando que estallara la tormenta. —Te has puesto en ridículo —afirmó con durezaAhmed—.
Resultabas patética hablando de tu padre, de tu abuelo y de mí. ¡Por Dios, Clara, somos arqueólogos, no estamos jugando a los arqueólogos, ni eso era la fiesta de fin de graduación de la universidad, donde hay que agradecerle a papá lo bueno que es! Te dije que no mencionaras a tu abuelo, te lo repetí, pero tú tenías que hacer lo que te viniera en gana sin medir las consecuencias, sin darte cuenta lo que estabas desencadenando, lo que puedes desencadenar. Ralph Barry nos pidió discreción, nos dejó claro que su «jefe» Robert Brown quiere que excavemos, pero no nos pueden ayudar directamente, se jugarían el cuello. No le puede decir a sus amigos de la administración que tiene interés en una arqueóloga desconocida, nieta de un viejo amigo y casada con un iraquí bien visto por el régimen, y que les va a ayudar. Ralph Barry lo ha dicho alto y claro: Robert Brown cavaría su propia tumba. ¿Qué pretendías, Clara?
—¡No voy a robar a mi abuelo! ¿Por qué no puedo hablar de él ni de mi padre, ni de ti? No tengo nada de que avergonzarme.
Ellos eran anticuarios y han gastado fortunas ayudando a excavar en Irak, en Siria, en Egipto…, en…
—¡Despierta, Clara, entérate! Tu abuelo y tu padre son simples comerciantes. ¡No son ningunos mecenas! ¡Crece, hazte una mujer, deja de subirte a las rodillas del abuelo!
Ahmed se calló de golpe. Se sentía cansado.
—La Biblia de Barro, así la llamaba mi abuelo. El Génesis contado por Abraham… —musitó Clara en voz baja.
—Sí, la Biblia de Barro. Una Biblia escrita en barro mil años antes que en papiro.
—Un descubrimiento trascendental para la humanidad, una prueba más de la existencia de Abraham. ¿No creerás que estamos equivocados?
—Yo también quiero encontrar la Biblia de Barro, pero hoy, Clara, has desaprovechado la mejor oportunidad que teníamos para hacerlo. Esa gente forma parte de la élite de la arqueología mundial. Y nosotros tenemos que hacernos perdonar ser quienes somos.
—¿Y quiénes somos, Ahmed?
—Una arqueóloga desconocida casada con el director del departamento de Excavaciones de un país con un régimen dictatorial cuyo dirigente ha sido condenado porque ya no sirve a los intereses de los poderosos. Hace años, cuando vivía en Estados Unidos, ser iraquí no era un hándicap, todo lo contrario. Sadam combatía a Irán porque eso servía a los intereses deWashington. Asesinaba kurdos con las armas que le vendían los norteamericanos, armas químicas prohibidas por la Convención de Ginebra, las mismas armas que ahora están buscando.
Es todo mentira, Clara, y por tanto hay que seguir las normas. Pero a ti nada de lo que sucede a tu alrededor te importa; te da lo mismo Sadam, Bush y quien pueda morir por culpa de ambos. Tú mundo se circunscribe a tu abuelo, nada más.
—¿De qué lado estás?
—¿Cómo?
—Atacas al régimen de Sadam, pareces comprender a los norteamericanos, otras veces parece que les aborreces… ¿Con quién estás?
—Con nadie. Estoy solo.
La respuesta sorprendió a Clara. Le impresionó la sinceridad de Ahmed, al tiempo que le dolía descubrir ese sentimiento de desarraigo de su marido.
Ahmed era un iraquí demasiado occidentalizado. Había ido perdiendo sus raíces a lo largo y ancho del mundo. Su padre había sido diplomático, un hombre afecto al régimen de Sadam, premiado con distintas embajadas: la de París, Bruselas, Londres, México, el consulado de Washington… La familia Huseini había vivido bien, muy bien, y los hijos del embajador se habían convertido en perfectos cosmopolitas: estudiaron en los mejores colegios europeos, aprendieron varios idiomas y accedieron a las más exclusivas universidades norteamericanas.
Sus tres hermanas se habían casado con occidentales, no habrían soportado volver a vivir en Irak. Habían crecido libres en países democráticos. Y él, Ahmed, también había mamado la democracia en cada nuevo destino al que era enviado su padre, de manera que Irak le resultaba asfixiante, a pesar de que cuando regresaba vivía con los privilegios inherentes a los hijos del régimen.
Se hubiera quedado a vivir en Estados Unidos, pero había conocido a Clara y su abuelo y su padre la reclamaban junto a ellos en Irak. De manera que decidió regresar.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Clara.
—Nada. Ya no podemos hacer nada. Mañana llamaré a Ralph para que nos explique las dimensiones del desastre que has provocado.
—¿Regresamos a Bagdad?
—¿Se te ocurre alguna otra genialidad?
—¡No seas cáustico! He hecho lo que creía que debía hacer, se lo debo a mi abuelo. De acuerdo, él era un hombre de negocios, pero ama Mesopotamia más que nadie, y se lo inculcó a mi padre y a mí. Podría haber sido un gran arqueólogo pero no tuvo la suerte de poder dedicarse a su vocación. Pero fue él y sólo él quien descubrió esas dos tablillas, quien las ha guardado durante más de medio siglo, quien ha gastado su dinero para que otros excavaran buscando el rastro de Shamas…
Te recuerdo que los museos de Irak están llenos de piezas y tablillas de las excavaciones financiadas por mi abuelo.
Una mueca de desprecio se dibujó en el rostro de Ahmed. Ella se sobresaltó. De repente su marido le pareció un extraño.
—Tu abuelo siempre ha sido un hombre discreto, Clara, tu padre también lo fue. Jamás han hecho exhibiciones gratuitas.
Tu actuación de hoy les habría decepcionado. No es eso lo que te enseñaron.
—Me inculcaron el amor a la arqueología.
—Te obsesionaron con la Biblia de Barro, eso ha pasado.
Se hizo el silencio. Ahmed se bebió el whisky de un trago y cerró los ojos. Ninguno de los dos quería seguir hablando.
Clara se metió en la cama pensando en Shamas y le imaginó con una caña fina en la mano dibujando en el barro…
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Mensaje  Elektra Sáb Oct 04, 2008 5:44 am

LA SANGRE DE LOS INOCENTES


PLAZA & JANÉS
Formato: Tapa dura
Medidas: 150mm. x 230mm.
Año lanzamiento: 2007
Nº páginas: 600
ISBN: 978-84-01-33637-9

Julia Navarro Lasangredelosinocentes1

Sinopsis

Soy espía y tengo miedo...
Así empieza la crónica que escribe en el siglo XIII fray Julian sobre el cruel asedio a Montsegur y la lucha entre cátaros y católicos.
Siglos después, en 1939, un medievalista agnóstico emprende un peligroso viaje por el Berlín nazi en busca de su esposa de origen judío.
En la actualidad, un grupo de musulmanes radicales se inmola en Francfort dejando tras de sí un mensaje críptico que pone en estado de alerta al Centro Antiterrorista de la Unión Europea, cuyos agentes, con la ayuda de los servicios secretos del Vaticano, intentarán desvelar el enigma que une la intolerancia de la Inquisición, la sinrazón fascista y el integrismo islámico en una frase: Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes.
Un musulmán captado por una célula terrorista, un jesuita experto en herejías, un conde francés obsesionado por una dramática herencia familiar, un hombre misterioso –El Facilitador– que desde la sombra maneja los hilos del poder junto con una intrépida joven de los servicios antiterroristas protagonizan este apasionante libro sobre la venganza y la traición, con el violento conflicto entre Oriente y Occidente como telón de fondo.
En su novela más madura y ambiciosa, Julia Navarro sorprende con una vertiginosa aventura que nos transporta a lugares como Jerusalén, Granada, Roma o Estambul, y que indaga en las causas del fanatismo religioso y la intolerancia a lo largo de los siglos.
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Mensaje  Elektra Dom Oct 05, 2008 12:27 am

1er CAPÍTULO DE LA SANGRE DE LOS INOCENTES= 1ª parte
Fuente: www.julianavarro.es

Languedoc, mediados del siglo XIII
Soy espía y tengo miedo. Tengo miedo de Dios, porque en su nombre he hecho cosas terribles.
Pero no, no le echaré la culpa a Él de mis miserias porque no es suya, sino mía y de mi señora. En realidad la culpa es de ella y sólo de ella porque siempre se ha comportado como un ser omnipotente ante cuantos hemos estado a su lado. Jamás osamos contradecirla, ni siquiera su esposo, mi buen señor. Voy a morir, lo siento en las entrañas. Sé que ha llegado mi hora por más que el físico me asegure que aún viviré largo tiempo porque el mal que me aqueja no es mortal. Pero él sólo estudia el color del iris de mis ojos y el de mi lengua, y me hace sangrar para sacarme los malos humores del cuerpo aunque no me alivia el dolor permanente que tengo en la boca del estómago.
El mal que me consume lo tengo en el alma porque no sé quién soy ni qué Dios es el verdadero. Y por más que sirvo a los dos, a los dos acabo traicionando.
Escribo para aliviar mi mente, sólo por eso, aun a sabiendas de que si estas páginas cayeran en manos de mis enemigos o incluso
en las de mis amigos, habría firmado mi sentencia de muerte.
Hace frío y, acaso porque tengo el alma helada, por más que me envuelvo en mi manto, no logro templar mis huesos.
Esta mañana, fray Pèire, al traerme un caldo caliente, intentó animarme con el anuncio de la Navidad. Dice que fray Ferrer me visitará más tarde,pero le he pedido que me disculpe ante el inquisidor.
Los ojos de fray Ferrer me producen vértigo y su voz pausada, terror. En mis pesadillas me envía al Infierno, y aún allí siento frío.
Pero estoy desvariando, ¿a quién le importa que tenga frío? Los hermanos no desconfían al verme escribir. Es mi oficio. Soy notario de la Inquisición. Mis otros hermanos tampoco sospechan. Saben que mi señora me ha pedido que escriba una crónica de cuanto sucede en este rincón del mundo. Quiere que algún día los hombres conozcan la iniquidad de quienes dicen representar a Dios. Cuando alzo la mirada hacia el cielo aparece Montségur entre la niebla, y su imagen borrosa me llena de zozobra. Imagino el ir y venir de mi señora dando órdenes a unos y a otros. Porque por más que doña María se haya convertido en perfecta está en su carácter mandar. No quiero pensar en qué complicaciones nos habría metido de ser hombre.
De cuando en cuando se filtra a través de la gruesa tela de mi tienda la voz rotunda del senescal. Hugues des Arcis no parece estar de buen humor está mañana, pero ¿quién lo está? Hace frío y la nieve cubre el valle y las montañas. Los hombres están cansados, llevamos aquí desde el pasado mes de mayo y temen que el señor Pèire Rotger de Mirapoix aguante muchos meses más el asedio. El señor de Mirapoix cuenta con la complicidad de los habitantes del lugar que, ante las barbas del senescal, son capaces de ir y venir a la fortaleza llevando provisiones y noticias de parientes y amigos.
Ayer recibí una misiva de mi señora doña María instándome a reunirnos esta noche. Quizá mi desasosiego se deba a tener que atender esta última orden.
Uno de los campesinos de la zona, que surte de queso de sus cabras al senescal, logró colarse en mi tienda para entregarme la carta de doña María. Sus instrucciones son precisas: cuando caiga la noche debo abandonar el campamento y caminar hasta la entrada del valle. Allí alguien me llevará por los pasos secretos que sé que conducen a Montségur. Si Hugues des Arcis supiera de su existencia me pagaría bien por la información o acaso me mandaría ajusticiar por no haberla desvelado hace tiempo.
La tarde se me hace eterna. Oigo pasos, ¿quién será?
—¿Estáis bien, Julián? Fray Pèire me ha alarmado diciendo que sufrís fiebre.
El fraile se levantó de un salto y abrazó al hombre alto y robusto que acababa de entrar en la tienda sin pedir permiso. Era su hermano. Por un instante se encontró mejor, como cuando era niño y se sentía protegido por la figura imponente de Fernando, capaz de derribar de un manotazo a cualquiera que se le acercara.
Pero sobre todo era su mirada serena y llena de confianza lo que desarmaba a sus adversarios y hacía que sus amigos se sintieran seguros.
—Fernando, ¿vos aquí? ¡Qué alegría! ¿Cuándo habéis llegado?
—Apenas hace una hora que llegamos al campamento.
—¿Llegasteis?
—Sí, con otros cinco caballeros. El obispo de Albi, Durand de Belcaire, le ha pedido ayuda al Gran Maestre. Nuestro hermano Arthur Bonard es un hábil ingeniero, lo mismo que el obispo.
—Hace días que llegaron los refuerzos que el obispo ha enviado a nuestro señor Hugues des Arcis. Pero no sabía que también pediría ayuda al Temple. Es un hombre de Dios al que le gusta la guerra, puesto que es capaz de imaginar todo tipo de máquinas y
artefactos para destruir al enemigo.
—Supongo que tendrá otras virtudes… —respondió con una sonrisa Fernando.
—¡Oh, sí! Arenga a los soldados casi mejor que el señor des Arcis.
—Bueno, no está nada mal para ser un obispo —bromeó Fernando.
—Decidme, ¿los templarios queréis acabar con los bons homes?
He oído rumores de que no os gusta perseguir cristianos.
Fernando tardó en responder. Luego suspiró y le dijo en voz baja:
—No hagáis caso de los rumores.
—Ésa no es una respuesta. ¿No confías en mí?
—¡Claro que sí! ¡Sois mi hermano! Bien, os daré una respuesta: los cristianos tenemos adversarios poderosos, demasiados para perder energías combatiendo entre nosotros. ¿Qué daño hacen los bons homes? Viven como verdaderos cristianos, dando testimonio de pobreza.
—¡Pero reniegan de la Cruz! No ven a Nuestro Señor en ella.
—Aborrecen la Cruz como símbolo, como lugar donde fue crucificado. Pero yo no soy teólogo, soy un simple soldado.
—Y también monje.
—Cumplo con Dios como me manda la Santa Madre Iglesia, aunque eso no signifique que no pueda pensar. No me gusta perseguir
cristianos.
—Ni a vos ni a los de vuestra Orden —recalcó Julián.
—Y a vos, ¿os gusta ver a mujeres y a niños abrasados en las hogueras?
La pregunta de Fernando le provocó náuseas.
—¡Que Dios les tenga en su seno! —exclamó Julián mientras se santiguaba.
—La Iglesia asegura que están en el Infierno —aseveró Fernando
en tono burlón—. No nos aflijamos y tomemos las cosas como son. Ni a vos ni a mí nos gustan las muertes de inocentes.
En cuanto al Temple… somos hijos obedientes de la Iglesia, nos han reclamado y aquí estamos. Otra cosa es lo que hagamos.
—¡Dios sea loado! Así que estáis pero como si no…
—Algo así.
—Tened cuidado Fernando; entre nosotros está fray Ferrer, que ve la herejía hasta en el silencio.
—¿Fray Ferrer? He de confesaros que las noticias que me han llegado de él son inquietantes. ¿Por qué está aquí?
—Dirige nuestra Orden y ha jurado hacer justicia mandando a la hoguera a los asesinos de nuestros hermanos.
—¿Os referís a los dominicos asesinados en Avinhonet?
—Así es. Llegaron a esa ciudad en busca de herejes. Les acompañaban ocho escribanos que fueron víctimas de un complot. Raimundo de Alfaro, el administrador del conde de Tolosa en Avinhonet, permitió su asesinato.
—Pero eso no está probado —protestó Fernando.
—¿Lo dudáis señor? —oyeron a sus espaldas.
Julian y Fernando se volvieron, sorprendidos. Fray Ferrer acababa de entrar en la tienda y había escuchado las últimas palabras. Fernando no se inmutó pese a la mirada cargada de reproches con que le examinaba el inquisidor.
—¿Vos sois…?
—Fray Ferrer —respondió el dominico—, y os preguntaba si dudáis de la complicidad de Alfaro en el asesinato de mis dos hermanos.
—No hay pruebas de que así sea.
—¿Pruebas? —bramó fray Ferrer—. Sabed que Alfaro alojó a mis hermanos en la torre del homenaje del castillo, donde nadie pudiera prestarles socorro, lejos de cualquier mirada. Sabed también que fueron asesinados en plena noche por un destacamento de herejes salido de aquí, de Montségur, este nido de iniquidad que Dios destruirá. La Iglesia no perdonará esta afrenta. Esos que se llaman Buenos Cristianos son un hatajo de asesinos. Julian le miraba aterrado, incapaz de moverse. Fernando sopesó al dominico y decidió que sería un error entrar en conflicto con él.
—Ignoro los detalles de lo sucedido. Si vos decís que fue así, sea.
Fray Ferrer clavó los ojos en Julián que parecía a punto de desmayarse.
—Fray Pèire me ha insistido en que no viniera a veros porque necesitáis descansar, pero faltaría a la piedad y a la caridad si no me preocupara por vos. Veo que estáis acompañado, ya os visitaré en otro momento.
Fray Ferrer salió con la misma rapidez con que les había sorprendido.
—Vamos, no os asustéis, os he visto palidecer —rió Fernando—.
Es vuestro hermano en Dios.
—Vos… vos no le conocéis —murmuró Julián.
—No quisiera estar en el lugar de los herejes. Me temo que si de algo carece este fray Ferrer es de compasión.
—Supongo que sabéis que vuestra madre continúa en Montségur, acompañada de la más joven de vuestras hermanas.
Fernando asintió con gesto serio y preocupado. Evocar a su madre, doña María, le producía un dolor repentino en el pecho.
Nunca la había sentido cercana, a pesar de quererla incluso más que a su padre. Enérgica e inquieta, no había prodigado demasiadas caricias entre sus hijos, por más que a todos quisiera y protegiera buscándoles un porvenir.
—Yo… bueno… la he visto en algunas ocasiones —confesó Julián.
—No me extraña, el castillo nunca ha estado incomunicado.
Sabemos que algunos de sus hombres suben y bajan por pasos secretos que sólo ellos conocen. No hace mucho mi madre me envió una carta.
—¿Os escribió? —preguntó Julián, asustado—. ¡Sólo la señora podía atreverse a hacer algo así!
—No os preocupéis. Mi madre es inteligente y no nos puso en peligro. Recibí la misiva a través de un paje de la casa de mi hermana Marian. Ya sabéis que su esposo, don Bertran d’Amis sirve al conde Raimundo, de manera que Marian recibe noticias frecuentes de mi madre. Ahora que estoy aquí procuraré verla, no sé cómo… quizá vos me podáis ayudar.
—¡Ni lo intentéis! Mi señor Hugues des Arcis os mataría, y el obispo os excomulgaría.
—Sabré encontrar el modo, mi buen Julián. Intentaré convencerla para que abandone Montségur o al menos se lo permita a mi hermana Teresa, que apenas ha dejado la infancia. Tarde o temprano el castillo será conquistado y… bueno, vos lo sabéis como yo: no habrá piedad para los cátaros. Intentaré convencerla, se lo debo a mi padre, a nuestro padre.
Julian bajó la cabeza avergonzado. Le dolían las entrañas al saberse un bastardo de don Juan de Aínsa.
—¡Vamos Julián no quiero veros abatido!
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Mensaje  Elektra Dom Oct 05, 2008 12:28 am

2ª parte

Tomó asiento y se sirvió un jarro de agua que bebió con avidez sin ofrecerle a Fernando. Éste aguardó en silencio a que su hermano reencontrara el sosiego antes de continuar.
—¿Habéis estado con don Juan? —preguntó Julián con un hilo de voz.
—Hace muchos meses, de regreso a este país, pude desviarme y pasar por Aínsa para visitar a nuestro padre. Apenas estuve dos días, pero fue suficiente para que nos sinceráramos el uno con el otro. Continúa amando a mi madre tanto como el día que la desposó y le angustia su suerte. Me encomendó que las salvara, a ella y a mi hermana pequeña. Le prometí que haría lo imposible
para que abandonara Montségur aunque ambos sabemos que mi madre no dejará el castillo, que se enfrentará a la muerte mirándola de frente porque no teme a nada ni a nadie, ni siquiera a Dios.
—¿Don Juan se encontraba bien de salud?
—Está muy enfermo, la gota casi le impide caminar, y sufre de espasmos en el corazón. La mayor de mis hermanas le cuida con devoción. Ya sabéis que doña Marta enviudó y regresó a la casa solariega con sus dos hijos, buscando la protección de nuestro padre.
—Doña Marta siempre fue su hija favorita.
—Es la mayor de todos nosotros y durante un tiempo parecía que iba a ser hija única puesto que mi madre no quedaba encinta.
A excepción, claro está, de los otros hijos que tuvo nuestro padre…
—Sí, de sus bastardos. Don Juan amaba a doña María, pero nunca tuvo reparo en tomar a otras mozas.
—Vuestra madre era muy hermosa.
—Sí, debió de serlo, no tuve la dicha de conocerla.
Los dos hombres quedaron en silencio absortos cada uno en sus pensamientos. El aire frío y el carraspeo de fray Pèire les devolvió a la realidad.
—Excusadme, don Fernando, venía a comprobar que fray Julián se encontraba bien; no sé si se sentirá con fuerzas para cenar con nosotros o prefiere que le traigamos aquí las viandas…
—Si no os importa, desearía quedarme en la tienda —afirmó Julián—. Me siento mal; quizá el sueño me sirva de ayuda.
—Diré al físico que os vuelva a examinar —dijo fray Pèire.
—¡No! ¡Os lo ruego! No soportaría otra sangría. Un poco de caldo y un trozo de hogaza que mojaré en el vino serán el mejor de los remedios. Estoy muy cansado, fray Pèire…
—Creo que tiene razón —intercedió Fernando—; lo mejor que podemos hacer por mi buen hermano es dejar que descanse. No hay nada con lo que no pueda un sueño reparador.
—A vos, don Fernando, os esperan para compartir la cena con mi señor Hugues des Arcis y el resto de los caballeros.
—No me demoraré más de un minuto, el tiempo en que tardéis en traer el caldo y el vino con pan al buen Julián.
Con paso diligente fray Pèire volvió a salir de la tienda, preocupado por la palidez del hermano Julián. Que Dios le perdonara, pero creía haber visto la muerte reflejada en su rostro.
—Siento haberos causado pesar —dijo Fernando cuando de nuevo quedaron a solas.
—No os preocupéis.
—Sí, sí me preocupo porque os aprecio, y os guste o no, somos medio hermanos. Eso no os debería afligir. Sois hijo de un noble señor de la villa de Aínsa.
—Y de una criada de vuestra casa.
—De una joven bella y encantadora que no tuvo otra opción que entregarse a su señor. Ni yo he dictado las reglas, ni estoy de acuerdo con ellas. Pero vos sabéis como yo que los señores tienen hijos fuera del matrimonio. Tuvisteis suerte, porque mi madre nunca abandonó a los hijos bastardos, ni tampoco a sus madres.
Procuró dar a todos una posición y puso especial empeño en vuestro caso. Os criasteis en nuestro solar familiar, aprendisteis a montar a caballo al tiempo que yo y os hicieron aprender a leer y a escribir, incluso mi madre compró vuestra posición eclesiástica…
—Pero soy un bastardo.
—Todos somos iguales a los ojos de Dios. El día del Juicio no os preguntarán por el instante ni la circunstancia de vuestro nacimiento, sino por lo que habéis hecho en esta vida.
Julian, aterrado, empezó a toser incesantemente mientras Fernando intentaba en vano hacerle beber agua.
—¡Tranquilizaos y bebed! Pero ¿qué os sucede?
—El juicio de Dios… iré al Infierno, lo sé.
El fraile temblaba y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas. La angustia y el miedo convirtieron al notario de la Inquisición
en un niño.
—¡Pero Julián! ¿Cuál es vuestra culpa para que os sintáis así?
—¡Vuestra madre, ella es la culpable de mi sufrimiento!
—¡Callaos! ¿Cómo os atrevéis a decir tamaña barbaridad!
Las lágrimas anegaban el rostro del fraile que en medio de fuertes convulsiones se tumbó en el austero catre donde dormía.
Fernando no sabía qué hacer. Le apenaba ver en ese estado a Julián, al que siempre había querido y protegido, y al que prefería al resto de sus hermanos.
—Es una suerte que haya venido con nosotros el caballero Armand. Es un buen físico y en Oriente ha aumentado sus conocimientos. Le pediré que os visite y os dé un remedio para el mal que os aqueja. Ahora tengo que partir; mañana os vendrá a ver.
Fernando salió de la tienda confundido por su sufrimiento.
Le preocupaba, más que el padecimiento físico de su hermano, el saberle con el alma desgarrada.
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Mensaje  Elektra Dom Oct 05, 2008 12:34 am

2º CAPÍTULO DE LA SANGRE DE LOS INOCENTES
Fuente: www.julianavarro.es

Julian se quedó un buen rato encogido en el catre. Ni siquiera se movió cuando fray Pèire le llevó el caldo, el pan y el vino. Prefirió hacerse el dormido para no tener que afrontar otra conversación sobre su calamitoso estado de salud. Cuando dejó de escuchar los pasos de fray Pèire se incorporó para mojar la hogaza de pan en el vino de sabor áspero que algunas veces lograba levantarle el ánimo. Bebió de golpe el caldo y volvió a tenderse a esperar que se apagaran los ruidos del campamento para acudir a la cita con doña María. El campesino que le entregó la misiva de la señora le esperaría a las afueras del campamento para conducirle a través de los riscos hasta el lugar donde solía citarle la señora.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó un ruido cerca de su tienda. Se incorporó sobresaltado consciente de que se había quedado dormido. A duras penas logró incorporarse y servirse una jarra de agua, que bebió con apremio. Luego se enjuagó la cara y, colocándose los hábitos arrugados, salió con sigilo de la tienda sintiendo que los latidos de su corazón podían despertar al campamento que en ese momento estaba tranquilo, alumbrado por el fuego de las hogueras que intentaban aliviar el frío intenso de aquella noche de invierno.
Se escabulló del campamento con paso rápido y caminó hacia el bosque, seguro de que en cualquier momento aparecería el enviado de doña María.
- Os habéis retrasado —le reprochó el campesino que salió a su encuentro como si de un espectro se tratara. Era un cabrero que conocía bien los senderos de la montaña.
—No he podido venir antes.
—Os habéis dormido —replicó el hombre, malhumorado.
—No, no me he dormido, solo que no puedo salir del campamento a mi antojo.
—Pues otros lo hacen.
—¡Vaya, esto sí que es una sorpresa!
—¿Os sorprende que entre los soldados reclutados a la fuerza haya quienes tengan parientes ahí arriba?
Julian calló. De manera que Fernando tenía razón: había quienes entraban y salían de Montségur como de sus propias casas.
—¿Dónde me espera la señora?
—Vos seguidme, tanto os da el lugar.
Caminaron cerca de una hora entre aquellos riscos formados de bloques calcáreos que terminaban en la gran roca donde, desafiante para el ojo humano, se aposentaba el castillo de Montségur.
El campesino se detuvo junto a unos árboles que se encaramaban por uno de los riscos. Apenas había recuperado el resuello cuando se encontró frente a frente con doña María.
—¡Julian, hijo, cuánto me alegra verte!
—Mi señora…
—Ven, siéntate a mi lado, no tenemos mucho tiempo y debemos aprovecharlo. Quiero que me cuentes cómo están las cosas ahí abajo. Nuestros espías dicen que Hugues des Arcis cuenta con diez mil hombres. Espero que el conde de Tolosa no se arredre ante esa fuerza y cumpla sus compromisos para con esta tierra. No se trata solo de fe, sino de poder.
—¿Qué decís, señora?
—Si Hugues des Arcis conquista Montségur, se acabó la libertad de nuestra tierra. El rey quiere esas tierras porque sin ellas, su reino no es nada. ¿Crees que le importan los cátaros? No, hijo, no te equivoques, aquí no se lucha por Dios, sino por el poder. Quieren nuestro país para la Corona.
—¡Pero el Papa quiere erradicar la herejía!
—El Papa sí, pero al rey de Francia tanto le da.
—¡Señora, decís unas cosas!
—Bueno, no te cansaré con mis ideas, prefiero escucharte, o mejor: que respondas a mis preguntas.
Durante una hora doña María interrogó a Julián; no hubo detalle sobre las fuerzas de Hugues des Arcis sobre el que no preguntara.
—¿Y tú, Julián? ¿Continuas siendo un credente?
—¡Qué sé yo! Estoy confundido señora, ya no sé ni quién es Dios.
—Pero ¿cómo es posible que digas eso? ¿Me habré equivocado contigo? Siempre te creí inteligente, por eso quise que estudiaras y te hicieras dominico…
—¡Pero si lo único que queréis es que traicione a mis hermanos!
—Lo que quiero es que sirvas al Dios verdadero, y no al Demonio a quien tienes por Dios.
Julian se santiguó, espantado. Doña María le atormentaba con sus ideas heréticas y le hacía dudar. Aún recordaba el día en el que le llamó para decirle que había encontrado al verdadero Dios y que a partir de ese momento él también debía servirle. Le explicó que el mundo lo había creado una divinidad inferior, un demonio que había encarcelado a los ángeles auténticos, y que estos ángeles eran las almas humanas que sólo se liberarían con la muerte. El cuerpo, le dijo, era una prisión, el peor de los calabozos. Dios nada tenía que ver con la terra oblivionis. Él era el artífice del espíritu, no de la realidad material. Coexistían dos creaciones, la mala y la buena, la terrenal y la espiritual. Los perfectos, añadió, nos ayudan a encontrar el camino para huir de la prisión y para que nuestra alma se encuentre en el cielo con esa parte de nuestro espíritu que nos hará volver a ser un todo.
—He visto a don Fernando.
—¿A mi hijo?
—A vuestro hijo.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, al menos eso parece. Llegó hoy al campamento. El obispo de Albi ha pedido a los templarios que le ayuden con alguno de sus artilugios, y uno de los freires, de una de las encomiendas cercanas, es un experto ingeniero. Vuestro hijo viene en la comitiva.
—Me alegro de que esté aquí en vez de en Oriente, eso me permitirá despedirme de él.
—Quiere veros.
—Y yo también. Os encargaréis de traerle aquí.
—¡Yo! Mandad a uno de vuestros hombres…
—¡Por Dios, Julián, yo no mando hombres!
—Pero señora…
—Me habéis de obedecer.
—Nunca he dejado de hacerlo —asintió Julián, apesadumbrado.
—¿Estáis escribiendo la historia que os pedí?
—Lo estoy haciendo con gran riesgo de mi vida.
—No tengas tanto apego a esa carne hecha por el demonio.
Escribe Julián, escribe, los hombres deben de saber lo que está pasando aquí. Si tu Iglesia, la Gran Ramera, pudiera, borraría para siempre nuestra existencia. Sólo si queda escrito que existimos, lo que hicimos y en qué creíamos, nuestra historia no será olvidada. La verdad debe salvarse a través de los escritos. No podemos permitir que ellos borren nuestra memoria.
—Escribo cuanto me habéis dicho y cuanto sucede aquí. Pero he de advertiros, señora, que Montségur caerá. Hasta vuestro hijo está seguro de que así va a suceder.
—¿Y crees que yo no? No confío en que el conde de Tolosa sea capaz de vencer el cerco al que le han sometido. Raimundo quiere que resistamos pero nos ha dejado librados a nuestras propias fuerzas e ingenio.
—El conde ha jurado perseguir a los herejes…
—El conde intenta salvarse y salvar sus tierras. Los herejes, como nos llamas, sólo somos piezas en el tablero, sus propias piezas.
No olvides que nacimos en esta tierra.
—Vos sois aragonesa.
—En realidad, sólo mi madre era aragonesa. Mi padre era de Carcasona y siempre me sentí de este país. En esta tierra nací y viví los primeros años de mi vida y de aquí salí para desposarme con el bueno de don Juan, mi esposo, que espero se encuentre bien.
—¡Oh sí! Vuestro hijo lo ha visto, y aunque refiere achaques sobre su salud, al parecer está bien cuidado por vuestra hija mayor, doña Marta.
—La vida ha sido generosa con ambos. El tiene a Marta, y yo tengo a Teresa. Y de mis dos varones, todavía vive Fernando.
Doña María se quedó en silencio y por un instante evocó a su hijo muerto años atrás, en un lance contra otro caballero. Le quedaba Fernando, sí, pero éste nunca había sido del todo suyo. Acaso la culpa fuera de ella, puesto que durante muchos años lloró al hijo mayor despreocupándose del pequeño. Fernando había dejado el hogar familiar para ingresar en el Temple y combatir a los infieles. Dudaba de la fe de su hijo y creía saber que su ingreso en el Temple fue un signo más de rebeldía que de devoción. Pero ya era demasiado tarde para volver atrás y más ahora, que tenía tan cercana la muerte.
—Dentro de tres días quiero que regreses. Te daré una carta para mi esposo.
—¡Pero no podré hacérsela llegar! Fray Ferrer tiene ojos en todas partes.
—¡Eres notario de la Inquisición! ¡Claro que puedes! No debes dejarte amedrentar por ese fraile maligno.
—Es él quien ha excomulgado a gran parte de los caballeros del país. No dudará en hacerlo conmigo.
—¡Haz lo que te pido, Julián!
—Señora, he de permanecer a los pies de Montségur hasta…
—Hasta que logréis haceros con el castillo y matarnos a todos.
—¿Por qué no huís? Vuestra hija Marian goza de buena posición
en la corte de don Raimundo. Su esposo…
—Su esposo es tan pusilánime como el propio Raimundo, más preocupado por mantener la cabeza sobre el cuello que por ningún otro asunto.
—Pero doña Marian es credente…
—Sí, eso sí, al menos mi hija no me ha traicionado. Y ahora escúchame y obedece. Te daré una carta para mi esposo, no me importa cuando se la puedas entregar, pero asegúrate de que la lea. También me traerás a Fernando. En cuanto a tus escritos, cuando estén terminados se los entregarás a Marian. Ella sobrevivirá y sabrá guardar nuestra historia hasta que llegue el momento en que pueda sacarla a la luz.
—Eso puede ser nunca —se atrevió a decir Julián.
—¡No digáis sandeces! Ni siquiera el rey de Francia será eterno.
Y Marian tiene hijos, y éstos tendrán hijos a su vez. Lo importante es que nuestra historia quede escrita. Todo lo que no está escrito no existe. No podemos dejar nuestro sufrimiento al albur del recuerdo de los hombres. Dios me iluminó cuando te traje a nuestra casa y me empeñé en que aprendieras a leer y a escribir.
—Doña María, no puedo traer a vuestro hijo.
—¿A Fernando? ¿Y por qué no?
—Sabrá que soy un traidor y con una sola palabra puede enviarme a la hoguera.
—Fernando no hará eso. Te quiere, Julián, te considera su hermano, y además es incapaz de traicionarnos. Le devorarán los remordimientos por no poder confesar lo que sabe, pero guardará silencio. No, no te delatará, ni a mí tampoco. Soy su madre.
—Pero ¿qué he de decirle?
—Dile parte de la verdad: que recibiste un recado mío, que nos vimos y me anunciaste su llegada y que te he implorado por verle. No, no le digas que he implorado, no se lo creerá. Dile sólo que quiero reunirme con él. Os veré aquí a los dos, dentro de tres noches.
—¿Enviaréis a por nosotros?
—¿De qué otro modo podríais llegar hasta aquí? Si no lo hiciera, acabaríais en el fondo de un barranco. Y ahora, vete y piensa en el verdadero Dios y en el momento de dejar la cáscara que te envuelve.
Julian iba a protestar pero su señora había desaparecido sin que él acertara a ver por dónde. Por un momento se sintió perdido, dispuesto a creer que todo había sido un sueño y doña María una aparición, pero el carraspeo del campesino le devolvió a la realidad.
—Daos prisa. Hoy la señora se ha entretenido más de lo esperado, y tenemos un buen trecho antes de que os pueda dejar en el campamento.
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Mensaje  Elektra Dom Oct 05, 2008 12:37 am

3er CAPÍTULO DE LA SANGRE DE LOS INOCENTES
Fuente: www.julianavarro.es

Se podía intuir el alba a través de las nubes cargadas de lluvia cuando llegaron al campamento. En la oscuridad de su tienda aún rezumaban los rescoldos del brasero. Cansado, se dispuso a dormir antes de que le sorprendiera el amanecer.
—¿De dónde venís?
La voz rotunda de Fernando le sobresaltó.
—¡Por Dios, me habéis asustado!
—No tanto como me he asustado yo al venir aquí y no encontraros. Os he buscado por todo el campamento sin que nadie me haya sabido dar razón sobre vos.
—¡Estáis loco! ¿Qué habéis hecho? —se lamentó Julián.
—Vamos, no os asustéis y decidme de dónde venís.
—No os lo creeríais.
—Mi querido hermano, la vida me ha enseñado que lo increíble forma parte de la realidad.
—Nada más iros recibí un mensaje.
Fernando miraba a Julián con curiosidad y pena viendo el sufrimiento que se reflejaba en su rostro sudoroso y cansado.
—¿Y ese mensaje os ha hecho abandonar vuestra tienda en mitad de la noche aún estando enfermo como estáis?
—Era de doña María —admitió Julián bajando la voz.
—Mi madre... bueno erade esperar que tarde o temprano se pusiera en contacto con vos. ¿Es el primer mensaje que recibís de ella?
—¡Por Dios, Fernando, parecéis no darle importancia a lo que os digo! Vuestra madre es una perfecta, una iniciada consagrada a la virtud, quizá la mujer más influyente de Montségur.
—No exageres, aunque, conociéndola, seguro que pocos se atreven a desobedecerla. Bien, decidme que os decía en el mensaje.
—Me pedía que abandonara el campamento y me reuniera con ella.
Fernando rió con ganas asombrado por la osadía de su madre. Poco después, dando un golpe cariñoso en la espalda de Julián, se
sentó a su lado dispuesto a escucharle.
—Contadme toda la verdad.
—¿Laverdad…?Ya no sé cuál es la verdad. La señora ha sabido de vuestra presencia aquí y me ha invitado a llevaros ante ella.
—Poco a poco, Julián.¿Era laprimeravez que la veías? ¿Y cómo ha sabido de mi presencia en el campamento si apenas hace unas horas que he llegado?
—Debéis saber que Pèire Rotger de Mirapoix es uno de los jefes militares de la plaza además de encargarse de que en Montségur no falten alimentos. El señor de Mirapoix es pariente de Raimon de Perelha.
—Ya lo sé, ya lo sé, no hace falta que me expliquéis a quiénes
nos enfrentamos. Son hombres valientes y decididos.
—¿Cómo os atrevéis a hablar así de vuestros enemigos?
—Pero Julián, te sobresaltas por todo. ¿Por qué no hemos de reconocer virtudes en los hombres contra los que luchamos?
Ellos tienen su causa, nosotros la nuestra.
—Y Dios ¿con quién está?
Fernando se quedó pensando en silencio. Luego clavó su mirada en la de Julián y se levantó incómodo, caminando a zancadas por la tienda.
—¡Basta de charla! Sois vos quien tenéis que responder a mis preguntas.
El fraile bajó la cabeza resignado. Fernando le conocía bien. Le resultaría difícil engañarle, por más que doña María le había pedido que no le dijera toda la verdad; aun así decidió seguir las instrucciones de su señora.
—Vuestra madre envió a un hombre que me guió a través de las sombras. Anduvimos durante mucho tiempo, no sé si dos o tres horas, estoy agotado. Luego doña María apareció de entre las rocas encargándome que os llevara ante ella al cabo de tres días. Eso es todo.
—¿Eso es todo? Poco me parece tratándose de mi madre
—respondió con desconfianza Fernando.
—Bueno, también me dijo que quiere enviar una carta a vuestro padre para que se la hagáis llegar.
Fernando observó pensativo a Julián preguntándose si su hermano conservaría algo de salud para el día de la cita con su madre. El rostro del fraile parecía la máscara de un muerto. O Armand, su compañero templario, encontraba el mal que aquejaba a Julián o éste —pensó Fernando— no seguiría con vida por mucho tiempo.
—Ahora quiero que me obedezcáis —le dijo a Julián—. Os acostaréis, y no os moveréis del lecho hasta que yo no regrese entrada la mañana. Vendré con mi compañero Armand; ya os he dicho que es un físico excelente, él os aliviará vuestro mal. ¡Ah! y no se os ocurra decir a nadie lo que ha pasado. Os mandarían ahorcar.
Julian sufrió un espasmo ante la advertencia de Fernando, quien salió de la tienda con aire preocupado.
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